Sueños durante el confinamiento: El cuento de la casa
Durante los primeros días del Estado de alarma he tenido algunos sueños vívidos, donde siempre había alguna situación de NO retorno.

Existe una casa de madera de 3 pisos, como una casita del árbol pero sobre el suelo. Parece de cuento, pienso, con el techo a dos aguas. Los pilares de madera tienen encanto. Parece una cabaña de la Patagonia, pero estamos en una llanura. Está sobre pasto corto y, a un diámetro de dos metros, la rodea un pastizal que la cubre y la esconde del exterior. Es un círculo que la rodea. Para encontrara hay que caminar alrededor hasta dar con un intersticio que permita ver el vacío detrás del pastizal. Está en una zona que es dentro de una reserva natural, no está en la acera o en la ciudad. Pero es cerca, lo sé porque de ahí vengo. Estaba curioseándola ¿Estará habitada?
Sería raro porque son terrenos públicos. Quizás esté ocupada. O quizás viva un cuidador o cuidadora del parque, aunque ni siquiera parece estar habitada. Es como una casa salida de un cuento, puesta ahí adrede para los curiosos. Para mí.
De repente, llega una mujer con una niña del exterior, con unas bolsas en la mano, y me encuentran frente a la casa. Me incomodo, me siento rara, intento disimular que estaba pasando por allí. La mujer no se enojó, al contrario, me invitó a pasar. Ella es amable. No sé si por miedo, conveniencia, o por que sí. Entramos.
Todo lo coqueta que me parecía de afuera la casa, se había derrumbado. La sensación era de estar dentro de un tronco podrido, corroído por el moho, había claramente agua dentro de la madera. Con cada paso que daba hacia adentro, la casa acompañaba el ritmo. Desde dentro se ha vuelto una estructura frágil y móvil.
Comencé a notar que la casita de tres pisos adopta cualquier movimiento que se haga dentro. No sólo el de mis pasos, también los movimientos de la mujer y la niña. Lisa, así se llaman ambas y, como son las únicas allí, no existen las confusiones. Pero ninguna parecía notar ese resplandor de movimiento en la casa. Lo tenían tan incorporado que tampoco notaron mi incomodidad por lo vulnerable de la estructura y el temor a que se caiga.
Mis pasos redujeron su vitalidad para no desequilibrar el pendular óseo del hogar, pero ellas no lo notaron, ni tampoco aquella fragilidad. Simplemente vivían al ritmo de aquel eco (niña-madre-casa) como un mismo cuerpo con distintas extremidades.
Lisa me enseñó la planta baja con cierto entusiasmo, le hacía ilusión tener una visita, era una chispita de ilusión en una mujer apagada, acostumbrada al olvido. Se sostenía en una postura reducida de su cuerpo erguido, encorvada, empequeñecida. Le sobraba piel.
Me contó que alquila la casa a un precio muy barato a un señor que las dejaba vivir ahí, pero para entonces, ya no me importaba si era o no terreno público. Tenía ganas de estar fuera y moverme libremente, y respirar sin calcularlo. No salí corriendo porque se desmoronaría todo y destruiría el hogar de ambas, tampoco quise decirles lo que veía porque no podía hacer nada que incrementara la tensión. Cualquiera de esas cosas harían caer la casa y yo ahora sentía una responsabilidad por sostener ese extraño orden. De algún modo, tampoco quería destruir la ilusión que ellas sostenían, aún con todo, era su refugio. Entonces la niña sube por las escaleras y la sigo mientras la madre quedó abajo acomodando las cosas que iba sacando de una bolsa de las compras. Lisa madre podría tener 29 años ó 52. Son esas personas que han vivido mucho y de muchas formas distintas.
Mientras subimos, la casa se tambalea como los cuerpos